El eterno retorno
“Sin ropa se nace, se brota.
Desnudo se llega,
partida a partida.
Andamos sin luces,
sobre la región desconocida
de nuestra propia existencia.
Y al final paramos,
callamos,
como si la palabra ya no nos perteneciera.
No tener a dónde ir.
No es que nadie nos espere:
es no tener a dónde regresar.”
Al andar por este camino siempre en construcción llamado vida, con el ímpetu de salir adelante con aquello a lo que le dedicamos gran parte de nuestros estudios, nos topamos con un tema cada vez más preocupante: la oferta laboral.
El panorama es que egresados, empleados de antaño o personas con un grado de experiencia se enfrentan ante una demanda laboral que cada vez es más insuficiente para la “capacidad” con la que se cuenta en materia de empleo. Por ende, cuando alguien consigue un puesto con el cual se siente medianamente realizado, se le exige “especializarse” dentro de su área para mayor eficiencia y así poseer herramientas múltiples que favorezcan otras áreas vecinas, en caso de ser solocitad@ para ellas. Ello sin ahondar en que más del 50% de la población consigue un trabajo que no pertenece a su carrera o en el cual no siente que está realizándose.
Lograr obtener un ingreso decente que cubra con la canasta básica es una imagen desoladora, pues cada generación se enfrenta (más cotidianamente) a un campo de trabajo reducido y a un sueldo que de un sólo trabajo se vuelve poco sustentable. Pareciera que la vida nos alcanza cada vez menos para lograr cumplir los requisitos y conseguir un buen trabajo, pareciera que el tiempo nos asfixia y la juventud ha dejado de ser una ventaja.
El problema es que si esto afecta al sector común, para el área de las artes y las humanidades el panorama se empobrece aún más: si ya no hay tiempo para cubrir los requisitos laborales técnicos, mucho menos lo hay para vivir en una especie de contemplación. El problema es, entonces, que a mayor demanda menor ingreso: es decir, los recursos que cada vez son más solicitados en una porción serán reducidos en otra, en la de menor importancia; en la destinada a la cultura. Músicos, bailarines, artistas plásticos y demás tienen entonces que lidiar con los mismos requisitos que el sector común, sumado a la lucha de que su presupuesto y viabilidad económica es menor. ¿Cómo sobrevivir entonces del arte? Buscando un campo dentro del arte que asegure un espacio económico decente (cuestión ya bastante difícil, sobre todo en el país, pues son contados los puestos y exigen una mayor especialización) y con trabajos informales: huesos, tocadas versátiles, lo que se ofrezca en el momento para ganar algo sustentable.
Sin embargo, ante todo esto habría que preguntarnos primero: ¿a qué le llamamos cultura? Y, ¿qué es eso de la especialización?
Lo primero a tomar en consideración es que la rama del arte y las humanidades no está desligada a la del sector común, a las labores “prácticas”: convergen en el mismo punto y son parte de la misma cultura.
La cultura no es una especialidad, es el camino de hacer habitable este mundo y entender-nos en el camino, camino que hacemos y nos hace, nunca hecho del todo y siempre dado en parte, algo por hacerse tanto en la historia personal como en la colectiva.
Las especialidades entiéndanse como parcialidades, no como totalidades, son maneras de recorrer el camino de la vida. Sin embargo, su convergencia no puede estar en acumular parcialidades, sino en dejarlas atrás.
Parecería que la división del trabajo a la que nos hemos asumido trajo como consecuencia estos “mundos aparte” (que de fondo ya se contradicen, pues ni los especialistas dialogan entre sí). Pero esta división tiene antecedentes grandes. Podríamos suponer que fue causado por un solipsismo que hizo de la especialización el discurso de la “cosa exclusiva” y excluyente, de aquel que puede -bajo este parámetro medidor de la vida- acceder a ser “alguien” monetaria y existencialmente hablando.
La crisis, pues, la encontramos en este discurso de especializarse como una forma de acceder a ser alguien en el mundo, y de obtener el casi sueño de trabajar sólo una jornada laboral de 8 horas para vivir decentemente. La diferencia está en cómo se vive el tiempo, que suma siempre 24 horas (Zaid). La jornada de 8 horas, a la cual hoy aspiramos como una meta cuasi-inalcanzable, era un ideal comunista del siglo pasado. En nuestra época trabajamos más que en el Renacimiento o la Edad Media. Y así, vamos buscando mejor calidad de vida sacrificando nuestro tiempo libre por un ideal, tiempo libre que le dedicaríamos a vivir. Cabría preguntarse si el tiempo libre suprimido es consecuencia de estas circunstancias asfixiantes, o si las circunstancias desprecian de facto al tiempo libre, que de fondo es un desprecio por nuestro propio tiempo.
Que alguien le dedique toda su vida a una meta especializada denota una ambición grande por aspirar a un decirse en el mundo, dejar huella, vivir con lo que “se cosecha” en el trabajo. Ya lo decía Goethe: “No hay mayor placer comparado a la personalidad”. Parece que especializarnos para mantener nuestro campo laboral es una forma de importarnos a nosotros mismos, por sobre los demás. Las olas demandantes en las áreas aumentan: los directores de orquesta, los maestros, los atrilistas, etc. Y cada vez se les pide a cada uno tener ya no sólo conocimiento de su área, sino que además algunos dominan bases de la plástica, la danza, el teatro. Otros se dirigen a la rama del pensamiento, a la filosofía, las letras; pero todo bajo una especialización individual, que se supone nos hará más fuertes, siendo que individualmente el hombre no sobrevive. Estoy de acuerdo en que conocer es una forma de andar por el mundo cambiando de lentes que nos hacen la vida más clara y más rica, y cada vez es más necesario. Por otro lado, el obtener esos conocimientos como una mera forma de superar a los demás y quedarse con un trabajo (es decir, sin una sustancia existencial) sólo fomenta la distancia entre las mismas artes y reduce su propio campo laboral, lo reduce y lo a-barata.
Curioso es que Goethe, al final de su vida dijera: “cuanto más examino, más me parece que lo importante de la vida es vivir”. Estas palabras son audaces, sobre todo cuando se ha visto lo que dan las personas poseídas por los ideales de grandeza. Pero se comprende mejor con la idea de que ser grandes, ser figuras para la historia, es nada frente a la simple diafanidad del ser.
La situación laboral es preocupante, y nuestra condición es aún más reducida para sustentarnos, pero cerrando entre nosotros mismos la oportunidad de colaborar con personas convergentes a nuestra área sólo fomenta la reducción más pronta. Todos necesitamos ser importantes, es nuestra condición de criaturas. Esta necesidad de ser alguien para el otro, único y por ende semejante, puede volverse la necesidad de ser centro: ese es el juego de especializarse para sobrevivir; ser una pieza más fina, más central de la máquina social o del mundo íntimamente maquinado.
¿Cómo hacer para abrirnos un campo laboral con el sector común? ¿Cómo hacer-nos comparecer como una misma necesidad? ¿Cómo abrirnos campo a nosotros mismos en esta escasez?
Es una división laboral conveniente el que al músico, al bailarín, se le vea como al otro que no se dedica a otra cosa que no sea pronunciarse en el mundo, y a la inversa: el juzgar al sector común como aquel que nunca se da cuenta de su vaciedad por esto mismo. Pero si un mundo abierto nos provoca, nuestras propias exigencias de integración amenazan con individualizarnos, y tenemos el tiempo encima para ello, ahogándonos, lo más viable sería replegarnos a nuestro solipsismo. Aunque por habitable que parezca tal solipsismo, llega un momento en que nos falta el aire y queremos “salir” (afectarnos con el otro). Habrá que volver a afectarnos por los otros, buscar la mano de las demás artes como una forma multidisciplinaria de trabajar para expandir nuestro campo laboral, fortaleciendo nuestra propia producción de trabajo con las habilidades de todos y con un constante enriquecimiento de conocimientos, sin caer en la ambición.
Estemos conscientes de que esto nos deja a la intemperie, pero no hay que negar que la ciudad puede converger con el arte, que pueden renovarse los encuentros, abrirse los cruces que transformen la forma de caminar por la vida.
Y he aquí lo más importante: la vida. El trabajo es una base para sobrevivir en una sociedad, pero mientras esa base, ese andar no se convierta en una cuestión vital, que nos provoque a seguir andando, no valdrá la pena continuarla.
Habrá que vivir para poder hacer vida.