El leprosario musical
La música formal tiene en su estudio una forma peculiar de verse a sí misma: es mejor callar para practicar. Callar el pensamiento para tener tiempo de desarrollar la capacidad muscular, la repetición, la lectura y afinación. Pareciera que el pensar una obra y a su compositor en el tiempo en que se desenvolvió fuera una pérdida de tiempo para la capacidad musical que se puede aprovechar para desarrollar, siendo que el pensamiento musical y praxis tienen el mismo lugar. “ Si quieres vivir, ponte a tocar”, he escuchado a los maestros repetir innumerables veces por los pasillos de este claustro musical. Y es que, para consagrarse en la ciudad como un músico formal hay que tocar y no pensar, hay que habitar el lugar de la academia musical. Este panorama lo devoran centenas de músicos aspirantes por un papel de universidad.
Pero más allá, por la calle Argentina, en un pueblo llamado Tecolotlán existe una escuela para los que decidieron pensar y se autonombraron un fracaso artístico, para los que hacen de su vida una nostalgia de la palabra y la melodía: El leprosario musical. Bautizado por un ermitaño una noche en la que recordó que de niño tocaba el piano y su maestro le dijo que eso no le iba a funcionar, así que desde entonces se resignó a pensar y a veces buscaba una guitarra para arañar su nostalgia musical. Una noche que junto a una presunta estudiante de música formal dejó a su pensamiento hablar y hablar sobre la vida sin-sentido, sobre el andar, sobre la palabra que ya no condensaba ni siquiera a la necesidad. Y sin saber por qué tomó una botella de mezcal y se puso a escuchar a Chopin. Escuchando y quebrándose sin su voluntad pidió disculpas por sus mal-decires con la música que la estudiante podía conceptualizar y se nombró leproso musical. Leproso, profano de la academia pero perteneciente al sentir y la empatía en cada tecla que rasgaba Rubinstein, rechazado por algún músico formal y acogido por los amantes nocturnos que hacen de la música su decir principal. Leproso que sin palabras técnicas que le pudieran justificar la composición de la obra que acababa de escuchar, tenía la conciencia de que el silencio era la única forma de dejarse habitar por la música en ese lugar: leproso que escuchaba con atención lo que la estudiante le dictaba acerca de la composición de las obras, interrumpiendo con alguna inquietud o reflexión del tiempo en que la obra se formaba y recorriendo la pieza como una manera de expresar lo que la palabra escrita ya no lograba sustentar.
El leprosario fue digno de conferencias magistrales que en la academia hubieran censurado por su largo contenido en el pensar. Fue partidario del romanticismo como el periodo que nos enseñó a callar, no como una forma de negar el pensar, sino como una manera de sobrevivir después de llevar al grito este decir conceptual. Y entonces, la música de Beethoven, Chopin era inauguración de una noche que amanecía en poco rato y que mezclaba a los profanos con los conservados por la academia formal. Era la verdadera escuela musical, la que dejaba que el pensamiento hiciera música con su andar, que la conciencia también tuviera lugar y entonces, el sentir se dejara proclamar con la técnica aprendida como la herramienta que de niños aprendimos para hablar. Al amanecer, con el término de una guitarra que tocaba alguna parte del preludio de Bach se conmemoraban a los que se dejaron escuchar junto al gremio musical: Chavela y Chopin, Dvořák y Hugo Díaz, Gardel y Beethoven, una flauta y un cantar sin andar.
El leprosario y su leproso fueron el mejor acercamiento musical que una estudiante puede experimentar: fue aprender a vivir y asumir que la música es decir, es técnica y es pensar; fue ser un leproso para poder habitar sinceramente la música y desde ahí participar en hacer vida para los demás.
Habrá que tomar conciencia de la separación tan grave que se está haciendo en las academias de música formal en la ciudad. Habrá que recuperar(nos-en-) el sentido de que pensar la música es un complemento junto a la praxis para poderla interpretar.
Si la música formal tiene un camino que seguir es en el del ermitaño proclamando que para hacer música hay que vivir y dejar pensar para después aprender a callar: del ermitaño que hizo de Tecolotlán su leprosario musical.