El intérprete y los interpretados.
“…Eres el otro yo de que habla el griego y acechas desde siempre. En la tersura del agua incierta o del cristal que dura me buscas y es inútil estar ciego. El hecho de no verte y de saberte te agrega horror, cosa de magia que osas multiplicar la cifra de las cosas que somos y que abarcan nuestra suerte. Cuando esté muerto, copiarás a otro y luego a otro, a otro, a otro, a otro…”
- J. L. Borges, El espejo.
La música se conforma de distintas formas de hacerse y hacer-nos en el camino; distintas formas de consagración hacia dos que parecen uno y que nos hace poder sentir al otro en nuestro andar musical. Una de estas formas más comunes es la relación del músico y el director de orquesta.
El músico dialoga, en la medida de lo posible, con su instrumento, a fin de encontrar el equilibrio entre el decir del compositor y su afección por tal, que le provoca un decir conjunto, es decir: de ambos. Cuando este participa en una orquesta se funde en las distintas interpretaciones de los demás participantes para decirse en conjunto, guiados en principio por un director de orquesta. Pero ello no siempre fue así. Para esto, al músico como tal le denominaremos de dos maneras: solista (refiriéndose a él con otro) y de orquesta (el conjunto de músicos junto a un director).
En los periodos del renacimiento - barroco la labor del músico solista era seguir fielmente la partitura para poder expresar al compositor de dicha obra, siendo mediadores del creador en vida o ya fallecido, dicho de otra forma, siendo ejecutantes. Sin embargo, cuando participaba en una orquesta pasaba a fundirse con los demás ejecutantes y a seguir a un guía: el director, quien era una especie de sustituto del compositor y quien les marcaba las indicaciones necesarias (como el tempo, el compás y algunas intenciones) para una correcta ejecución. Este tipo de orquesta generaba un “estilo”, una consolidación por parte de músicos y guía para darle un cierto decir a la pieza.
Fue hasta el romanticismo que la música dio un giro importante (empapado de las corrientes de pensamiento que explotaban en la época) pues el músico solista, necesitado de existir y ser “alguien” en el mundo, debía trascender esta condición de fiel para ser él quien también expresara su propia vida ante la obra del que interpretaba y así dejar una parte de su existencia con el otro. Es decir, no sólo el compositor dejaba ya un legado y un decir en la música que otros interpretarían, ahora el músico que interpreta también (se) afecta por la obra y por ende, causa una escucha distinta, así pasó de mero ejecutante a colocarse como intérprete.
Parecería que esta época le dio una individualidad al músico. En cierto modo sí, pues se conformaron a la par ensambles de cámara que permitieron a unos cuantos existir junto al compositor sin que este los volviese invisibles a favor de su música. Pero llegados a este punto consideraríamos entonces -muy arriesgadamente- que el director de orquesta ya había cumplido su función de mero guía/suplente del compositor, porque el músico también podía acceder a los conocimientos del mismo. Pero no fue así. ¿Qué ocurrió entonces con el director y cuál fue su función en torno al músico?
El director suplía al compositor, en cierta medida, generalmente cuando este fallecía, pues de otra manera era el mismo compositor quien daba las indicaciones. Entrados al romanticismo parecía que el ser un compositor muerto traía más reconocimiento y como consecuencia un legado más fuerte. Al morir los compositores y abrirle más paso al director, este último decide comenzar a tomar las riendas de la propia guía que le fue encomendada, él también es un ente, y como tal se expresa y le afecta la música, ahora es no sólo el guía, sino el conocedor de los conocedores y quien puede conducir a los músicos inquietos por decirse junto al compositor. Ya no solo se trata de un estilo, sino también una interpretación, pero ¿de quién?, del mismo director. En una orquesta es el director el intérprete, el que tiene un estilo propio para dirigir, el que por su conocimiento nos interpreta a nosotros, conjunto de decires que nos encomendamos a quien nos conoce mejor que nosotros mismos.
Esta tradición se ha fortalecido con el paso del tiempo. Ya no sólo será la orquesta de Berlín, o de Viena, o de Polonia; ahora también es un Simon Rattle, un Karajan, o un Bernstein.
Ahora las portadas de los discos que contienen sinfonías u otro tipo de música orquestal no contienen necesariamente a la orquesta, pueden contener a un director titular alumbrado bajo la luz del genio, ya sea pensativo, ya sea en mediación con la batuta y la aparente música que se va a interpretar.
¿Y qué nos queda?
Fellini intentó en su película Ensayo de orquesta establecer una maqueta de una orquesta sin director, la conclusión: una representación de una guerra tan apasionada en cada músico por consagrarse como el guía por excelencia, fue imposible seguir haciendo música.
Considero, pues, que el director y el músico necesitan empatizar, dialogar. Ya no es El intérprete -y- los interpretados, ahora son ambos, en la misma comuna, en la misma desesperación, en esta misma pasión por decir lo que nos importa: la música misma.