Fabio Morábito: la literatura como exilio
Fotografía: Carlos Andrés Moreno.
Cada palabra es un paso que deambula por mares desconocidos y, sin embargo, es al mismo tiempo el vínculo que une a los forasteros —o bien los crea—; la literatura hace de las plazas irreconocibles un refugio y, en medio de la cotidianeidad, permite escarbar los misterios de la vida y de uno mismo con sólo observar el paso acompasado de dos ancianos, o tal vez con unas huellas impresas en la arena, o quizá baste una lagartija posada en algún muro para invitarnos a sumergirnos en nuestros más hondos vientos.
Es curioso, pareciera que la literatura nos hace extranjeros y, caprichosamente, nos refugia en ella: cada palabra es un asalto, el sol matinal no es cualquier sol y, en medio de todos los pérfidos rostros ataviados de angustia e indefinición, nos queda la soledad de la palabra, una soledad que se comparte. ¿Qué hace que una lengua sea “materna”? ¿Cómo es que nos sentimos parte de un lugar, o de algunas personas? ¿Bastarán acaso unos muros agrietados que se encuentren sin previo aviso con los frutos de alguna rama perdida? Ya nos hacía un guiño Huidobro en el prefacio de su sorprendente Altazor: “Se debe escribir en una lengua que no sea materna”, y, asimismo, un maestro de todos, Jorge Luis Borges, sentenciaba que el lenguaje es creación estética y que, al estudiar un idioma, nos vemos en la necesidad de ver a las palabras de cerca, sintiéndolas hermosas o no.
Cada libro es autor de su lector. Cada susurro, cada silencio y cada ruido entremezclados en el vaivén del misterio disfrazado de día a día son el alimento para una voz que emerge, de una voz que se quiebra y que, por lo mismo, es única: una voz que no termina de pertenecer a lugar alguno y a contracorriente encuentra amparo en las minucias que no son vistas ni sentidas.
Todos estos son sentimientos que me nacieron a partir de la “entrevista” que tuve la gracia a hacer a Fabio Morábito (Alejandría, 1955). Me causaba mucho conflicto reflexionar sobre lo que le preguntaría: sentía que, en el fondo, pensar en preguntas era un formalismo y, por extensión, una reducción a la riqueza que puede brotar de un encuentro genuino, y más cuando se trata de algo que compartimos tanto él como yo, y como todo aquél que decida leer estas líneas: la poesía, los relatos, las novelas, en fin, palabras y vida en movimiento. Por ello, sólo me resta decir que esta entrevista no es una entrevista, sino una conversación entre dos amigos y de la que, tal vez inesperadamente, ahora ya formas parte. Como con un libro.
Sé que eres un escritor que nació en Alejandría y vivió en Milán, y que llegaste a México a eso de los quince, dieciséis, ¿no es así?
Sí, a los… quince.
Quiero serte honesto: soy muy afecto a tu poesía y quisiera que conversáramos desde tu poesía. Hay un verso que tienes en tu libro Alguien de lava que dice: “Pero sólo una voz herida es una voz audible”. ¿Qué significa este verso para ti? ¿Tiene alguna relación con los diversos lugares en los que has vivido?
Sí, ése está en un poema, el del coro, donde se dice que la voz del coro —del coro en sí— oculta las voces singulares, las voces de cada uno y, por lo tanto, oculta las heridas, porque toda voz que realmente se deja oír, que nos impresiona y tiene algo dentro, es una voz herida. Una voz sin heridas es como una voz de coro, una voz genérica, y no nos dice nada; y, claro, cómo se forma una voz con heridas, cómo se hiere una voz depende de muchas cosas: no necesariamente de viajes, de migraciones, pero sí siempre de algún golpe, algún tipo de trauma, algún tipo de sufrimiento que deja su marca para siempre. Es, pues, un poema contra el coro: contra esa voz que es de todos y no es de nadie.
Me atrevo a expresar que, a través de tus poemas, puedo decir que te conozco, aunque sea un poquito. Por ejemplo, también está este poema a tu hermano en el mismo libro…
Sí, sí…
Es un poema muy bello porque pareciera como si el uno diera lugar al paso del otro.
Este poema me surgió cuando yo estaba pasando un año en Roma con mi familia —es decir, con mi esposa y mi hijo— y, de pronto, asomándome por el balcón vi a dos señores caminando en la acera contraria, como a dos metros de distancia entre ellos. Se veía que, claramente, iban juntos, pero distanciados… Eran señores viejos ya. Esa imagen de dos personas que a pesar de vivir juntas no caminan al parejo, sino distanciados, uno delante del otro, me hizo pensar que eran hermanos, y que así caminaban de costumbre, uno delante del otro. Y pensé en mi propio hermano y que, cuando éramos más chicos, yo siempre iba detrás de él —él es mayor que yo—; y siempre caminábamos rezagados: bien porque él me dejaba atrás, bien porque yo prefería estar rezagado; y entonces me trajo de vuelta esa imagen y de ahí surgió el poema, y que trata de convertir ese hecho físico, esas distancias de un par de metros, en el símbolo de la propia relación, en el vínculo donde el que va delante de algún modo le abre terreno al que va detrás a cambio de que éste le dé un sentido al camino del otro, porque lo está, de algún modo, interpretando desde la posición replegada. Entonces es una especie de relación simbiótica…
Claro, y, ahora que lo mencionas y revisando varios poemas tuyos, me parece impresionante cómo, por ejemplo, el primer poema de este libro empieza con ciertas imágenes: como una mosca, o edificios que en cierto modo parecieran, por decirlo así, “anodinos” y, sin embargo, son situaciones cotidianas las que abren paso a algunos de tus poemas; me viene a la mente la plática que tuviste en la FIL con Juan Bonilla en la que presentaste tu más reciente libro, Madres y perros, y en la que mencionaban, precisamente, cómo los cuentos nacían a lo mejor de una vivencia que se tuvo y a la que después se le da cierto fondo, cierto tratamiento…
Sí, siempre es un misterio saber qué episodios —porque hay ciertos episodios en lugar de otros ¿no?— son los que dan pie a la creación literaria, porque claro: todo surge de la vida cotidiana, hasta los relatos más alucinantes de ciencia ficción necesitan de una buena dosis de cotidianidad, necesitan que alguien tome un vaso de agua, se prepare un café y salga a caminar. Aún en los mundos más futuristas se necesita de la vida diaria, si no el entorno no se identificaría con nada ni con nadie. Es un misterio, porque son ciertos episodios los que dan vida a un cuento o a un poema en lugar de otros que, a lo mejor, son más interesantes. Yo supongo que estos episodios que son detonadores de un cuento, un poema, o incluso de una novela, esconden su aparente sencillez y trivialidad, y hacen que se desenvuelvan con ciertos elementos, como si se cristalizara la vida del autor en ello: son cristales en donde varias cosas se aglutinan, se unen y eso es lo que intuye el escritor, lo que huele y entonces dice “esto es”, lo que, a pesar de ser aparentemente trivial, encierra mucha más potencia, y de ahí nace la literatura.
Y creo que eso es palpable en otro de tus poemarios, Lotes baldíos, donde describes tus primeras estancias en la Ciudad de México. Hablando de esa vida diaria, hay un poema que me parece con el que guardas una especial relación porque habla sobre, lo que al menos así interpreto, el inicio de tu amor hacia los libros, y es sobre un maestro, bueno, no sé si era tu maestro, pero dice Pierino Sempio…
Sí, así se llamaba él. Era nuestro maestro —digo nuestro porque era el único que teníamos, pues en primaria sólo hay un maestro y él daba todo: matemáticas, lengua, etc. —, y era un hombre muy particular, muy severo en una época donde en la pedagogía escolar estaba prohibido pegarle a los niños; de hecho él nos pegaba. No nos pegaba nunca de una manera sádica ni mucho menos, pero vaya que pegaba, y pegaba fuerte… Y por ello siempre estábamos muy atentos, nos portábamos muy bien porque se trataba de un hombre que había estado en la segunda guerra mundial. Y, sin embargo, cuando nos leía un cuento cambiaba de manera completa: de ser muy austero y severo se transformaba mientras se paseaba con un libro en la mano por los pasillos de los pupitres; se convertía en una persona casi hasta sentimental, sus gestos, su forma de caminar, todo cambiaba y fue, seguramente, una de las señales, uno de esos momentos en los que yo vi el poder de un libro. Un objeto tan sencillo que es capaz de transformar por dentro a una persona. Ese mismo episodio luego lo retomé en un libro que se llama El idioma materno, que es justamente uno de los textos en donde hablo de eso y de esta forma tan particular de transformarse a través de un libro y, por ende, del poder de la literatura.
Y esto tiene relación con lo que hablábamos, sobre que un objeto tan simple y trivial como lo puede ser un libro para muchas personas ensimismadas en los apuros de la cotidianidad encierra una gran potencia y movimiento.
Claro, claro que sí.
Ésta es una curiosidad más que nada: tienes un poema, Melanie Klein, y yo la verdad sé muy poco sobre ella, pero no sé si te guste el psicoanálisis…
No, más bien se trata de un poema sobre la escuela en la que iba mi hijo siendo un niño muy chiquito: era una escuela muy peculiar porque la directora de la escuela, una mujer alemana, seguía la escuela de Melanie Klein y así se llamaba el colegio. Yo la verdad no la he leído, pero supongo que tenía unas ideas muy liberales porque, a pesar de tratarse de una escuela para niños pequeños, era muy abierta: procuraban que los niños se divirtieran, que la pasaran muy relajadamente, pero también con cierta responsabilidad y cierta disciplina; no solamente era ir a echar desmadre ni nada de eso. Es por eso que llamé al poema de esa manera, porque ése era el nombre de la escuela y narra un episodio ocurrido ahí, nada más.
Hasta ahora de disfrutado mucho la plática, Fabio, pero creo que es necesario pasar a las últimas preguntas… que no sé si sean muy repetitivas para ti, pero, ¿qué sentido tiene la literatura, las palabras para ti que fuiste alguien que vivió en varios lugares y que, probablemente, no terminó de sentirse perteneciente al entorno, el mundo que le rodeaba? Ahora recuerdo unos versos en Lotes baldíos, hablando de Milán, donde mencionas: No supiste enseñarme/ a perderme, te debo/ los frutos más oscuros. ¿La literatura juega para ti un papel de pertenencia —o, por el contrario, de extranjería— para alguien que no escribió en su lengua materna?
Bueno, yo había escrito algo en italiano el primer año que viví en México, y que la pasé bastante solo. Escribí muchos cuentos en italiano, eso fue lo último que escribí en mi idioma materno. Claro, eran unos cuentos sin mayor importancia… Después no volví a escribir una sola línea en italiano y, cuando ya realmente escribí un poco más seriamente, lo hice en español. Sí, desde luego: las palabras, la literatura son para mí una forma de pertenecer… de pertenecer a la vida ante mi dificultad de “pertenecer” de otro modo. Porque yo jamás me sentí totalmente italiano, a pesar de que fuera mi lengua materna; mis padres son italianos y pasé toda mi infancia —es decir, la parte más importante de mi vida— en Italia, pero por el hecho de haber nacido fuera de Italia me sentía un poco extraño incluso ahí mismo; y ese sentimiento de extrañez se fue agudizando al llegar a México porque tampoco era mexicano…y es un sentimiento que se ha ido prolongando, normalizando hasta cierto punto y que no ha dejado de ser ni de estar vigente. Entonces, las palabras, la literatura, los libros han sido un asidero para compensar de algún modo ese sentimiento de extranjería. Quizá me hice escritor por extranjero. Yo creo que lo que pasa es que muchos escritores se hacen extranjeros al momento de escribir: es decir que la literatura finalmente te hace perder tu pertenencia —por lo menos la “pertenencia” que todos los demás tienen respecto a la nacionalidad, al lugar geográfico—: la literatura te lleva a un exilio perpetuo y, de algún modo, la literatura es siempre sinónimo de extranjería.