Muerte sin fin- José Gorostiza.
I Lleno de mí, sitiado en mi epidermis por un dios inasible que me ahoga, mentido acaso por su radiante atmósfera de luces que oculta mi conciencia derramada, mis alas rotas en esquirlas de aire, mi torpe andar a tientas por el lodo; lleno de mí -ahíto- me descubro en la imagen atónita del agua, que tan sólo es un tumbo inmarcesible, un desplome de ángeles caídos a la delicia intacta de su peso, que nada tiene sino la cara en blanco hundida a medias, ya, como una risa agónica, en las tenues holandas de la nube y en los funestos cánticos del mar -más resabio de sal o albor de cúmulo que sola prisa de acosada espuma. No obstante -oh paradoja- constreñida por el rigor del vaso que la aclara, el agua toma forma. En él se asienta, ahonda y edifica, cumple una edad amarga de silencios y un reposo gentil de muerte niña, sonriente, que desflora un más allá de pájaros en desbandada. En la red de cristal que la estrangula, allí, como en el agua de un espejo, se reconoce; atada allí, gota con gota, marchito el tropo de espuma en la garganta ¡qué desnudez de agua tan intensa, qué agua tan agua, está en su orbe tornasol soñando, cantando ya una sed de hielo justo! Mas qué vaso -también- más providente éste que así se hinche como una estrella en grano, que así, en heroica promisión, se enciende como un seno habitado por la dicha, y rinde así, puntual, una rotunda flor de transparencia al agua, un ojo proyectil que cobra alturas y una ventana a gritos luminosos sobre esa libertad enardecida que se agobia de cándidas prisiones!
II
¡Más qué vaso -también- más providente! Tal vez esta oquedad que nos estrecha en islas de monólogos sin eco, aunque se llama Dios, no sea sino un vaso que nos amolda el alma perdidiza, pero que acaso el alma sólo advierte en una transparencia acumulada que tiñe la noción de Él, de azul. El mismo Dios, en sus presencias tímidas, ha de gastar la tez azul y una clara inocencia imponderable, oculta al ojo, pero fresca al tacto, como este mar fantasma en que respiran -peces del aire altísimo- los hombres. ¡Sí, es azul! ¡Tiene que ser azul! Un coagulado azul de lontananza, un circundante amor de la criatura, en donde el ojo de agua de su cuerpo que mana en lentas ondas de estatura entre fiebres y llagas; en donde el río hostil de su conciencia ¡agua fofa, mordiente, que se tira, ay, incapaz de cohesión al suelo! en donde el brusco andar de la criatura amortigua su enojo, se redondea como una cifra generosa, se pone en pie, veraz, como una estatua. ¿Qué puede ser -si no- si un vaso no? Un minuto quizá que se enardece hasta la incandescencia, que alarga el arrebato de su brasa, ay, tanto más hacia lo eterno mínimo cuanto es más hondo el tiempo que lo colma. Un cóncavo minuto del espíritu que una noche impensada, al azar y en cualquier escenario irrelevante -en el terco repaso de la acera, en el bar, entre dos amargas copas o en las cumbres peladas del insomnio- ocurre, nada más, madura, cae sencillamente, como la edad, el fruto y la catástrofe. ¿También -mejor que un lecho- para el agua no es un vaso el minuto incandescente de su maduración? Es el tiempo de Dios que aflora un día, que cae, nada más, madura, ocurre, para tornar mañana por sorpresa es un estéril repetirse inédito, como el de esas eléctricas palabras -nunca aprehendidas, siempre nuestras- que eluden el amor de la memoria, pero que a cada instante nos sonríen desde sus claros huecos en nuestras propias frases despobladas. Es un vaso de tiempo que nos iza en sus azules botareles de aire y nos pone su máscara grandiosa, ay, tan perfecta, que no difiere un rasgo de nosotros. Pero en las zonas ínfimas del ojo, en su nimio saber, no ocurre nada, no, sólo esta luz, esta febril diafanidad tirante, hecha toda de pura exaltación, que a través de su nítida sustancia nos permite mirar, sin verlo a Él, a Dios, lo que detrás de Él anda escondido: el tintero, la silla, el calendario -¡todo a voces azules el secreto de su infantil mecánica!- en el instante mismo que se empeñan en el tortuoso afán del universo.
III
Pero en las zonas ínfimas del ojo no ocurre nada, no, sólo esta luz¡ ay, hermano Francisco, esta alegría, única, riente claridad del alma. Un disfrutar en corro de presencias, de todos los pronombres -antes turbios por la gruesa efusión de su egoísmo- de mí y de Él y de nosotros tres ¡siempre tres! mientras nos recreamos hondamente en este buen candor que todo ignora, en esta aguda ingenuidad del ánimo que se pone a soñar a pleno sol y sueña los pretéritos de moho, la antigua rosa ausente y el prometido fruto de mañana, como un espejo del revés, opaco, que al consultar la hondura de la imagen le arrancara otro espejo por respuesta. Mirad con qué pueril austeridad graciosa distribuye los mundos en el caos, los echa a andar acordes como autómatas; al impulso didáctico del índice oscuramente ¡hop! la apostrofa y saca de ellos cintas de sorpresas que en un juego sinfónico articula, mezclando en la insistencia de los ritmos ¡planta-semilla-planta! ¡planta-semilla-planta! su tierna brisa, sus follajes tiernos, su luna azul, descalza, entre la nieve, sus mares plácidos de cobre y mil y un encantadores gorgoritos. Después, en un crescendo insostenible, mirad como dispara cielo arriba, desde el mar, el tiro prodigioso de la carne que aun a la alta nube menoscaba con el vuelo del pájaro, estalla en él como un cohete herido y en sonoras estrellas precipita su desbandada pólvora de plumas.
IV
Mas en la médula de esta alegría, no ocurre nada, no; sólo un cándido sueño que recorre las estaciones todas de su ruta tan amorosamente que no elude seguirla a sus infiernos, ay, y con qué miradas de atropina, tumefactas e inmóviles, escruta el curso de la luz, su instante fúlgido, en la piel de una gota de rocío; concibe el ojo y el intangible aceite que nutre de esbeltez a la mirada; gobierna el crecimiento de las uñas y en la raíz de la palabra esconde el frondoso discurso de ancha copa y el poema de diáfanas espigas. Pero aún más -porque en su cielo impío nada es tan cruel como este puro goce- somete sus imágenes al fuego de especiosas torturas que imagina -las infla de pasión, en el prisma del llanto las deshace, las ciega con el lustre de un barniz, las satura de odios purulentos, rencores zánganos como una mala costra, angustias secas como la sed del yeso. Pero aún más -porque, inmune a la mácula, tan perfecta crueldad no cede a límites- perfora la sustancia de su gozo con rudos alfileres; piensa el tumor, la úlcera y el chancro que habrán de festonar la tez pulida, toma en su mano etérea a la criatura y la enjuta, la hincha o la demacra, como a un copo de cera sudorosa, y en un ilustre hallazgo de ironía la estrecha enternecido con los brazos glaciales de la fiebre. Mas nada ocurre, no, sólo este sueño desorbitado que se mira a sí mismo en plena marcha; presume, pues, su término inminente y adereza en el acto el plan de su fatiga, su justa vacación, su domingo de gracia allá en el campo, al fresco albor de las camisas flojas. ¡Qué trebolar mullido, qué parasol de niebla, se regala en el ánimo para gustar la miel de sus vigilias! Pero el ritmo es su norma, el solo paso, la sola marcha en círculo, sin ojos; así, aun de su cansancio, extrae ¡hop! largas cintas de cintas de sorpresas que en un constante perecer enérgico, en un morir absorto, arrasan sin cesar su bella fábrica hasta que -hijo de su misma muerte, gestado en la aridez de sus escombros- siente que su fatiga se fatiga, se erige a descansar de su descanso y sueña que su sueño se repite, irresponsable, eterno, muerte sin fin de una obstinada muerte, sueño de garza anochecido a plomo que cambia sí de pie, mas no de sueño, que cambia sí la imagen, mas no la doncellez de su osadía ¡oh inteligencia, soledad en llamas! que lo consume todo hasta el silencio, sí, como una semilla enamorada que pudiera soñarse germinando, probar en el rencor de la molécula el salto de las ramas que aprisiona y el gusto de su fruta prohibida, ay, sin hollar, semilla casta, sus propios impasibles tegumentos.
V
¡Oh inteligencia, soledad en llamas, que todo lo concibe sin crearlo! Finge el calor del lodo, su emoción de sustancia adolorida, el iracundo amor que lo embellece y lo encumbra más allá de las alas a donde sólo el ritmo de los luceros llora, mas no le infunde el soplo que lo pone en pie y permanece recreándose en sí misma, única en Él, inmaculada, sola en Él, reticencia indecible, amoroso temor de la materia, angélico egoísmo que se escapa como un grito de júbilo sobre la muerte -¡oh inteligencia, páramo de espejos! helada emanación de rosas pétreas en la cumbre de un tiempo paralítico; pulso sellado; como una red de arterias temblorosas, hermético sistema de eslabones que apenas se apresura o se retarda según la intensidad de su deleite; abstinencia angustiosa que presume el dolor y no lo crea, que escucha ya en la estepa de sus tímpanos retumbar el gemido del lenguaje y no lo emite; que nada más absorbe las esencias y se mantiene así, rencor sañudo, una, exquisita, con su dios estéril, sin alzar entre ambos la sorda pesadumbre de la carne, sin admitir en su unidad perfecta el escarnio brutal de esa discordia que nutren vida y muerte inconciliables, siguiéndose una a otra como el día y la noche, una y otra acampadas en la célula como en un tardo tiempo de crepúsculo, ay, una nada más, estéril, agria, con Él, conmigo, con nosotros tres; como el vaso y el agua, sólo una que reconcentra su silencio blanco en la orilla letal de la palabra y en la inminencia misma de la sangre. ¡Aleluya, aleluya!
VI
Iza la flor enseña, agua, en el prado. ¡Oh, qué mercadería de olor alado! ¡Oh, que mercadería de tenue olor! ¡cómo inflama los aires con su rubor! ¡Qué anegado de gritos está el jardín! "¡Yo, el heliotropo, yo!" "¿Yo? El jazmín." Ay, pero el agua, ay, si no huele a nada. Tiene la noche un árbol con frutos de ámbar; tiene una tez la tierra, ay, de esmeraldas. El tesón de la sangre anda de rojo; anda de añil el sueño; la dicha, de oro. Tiene el amor feroces galgos morados; pero también sus mieses, también sus pájaros. Ay, pero el agua, ay, si no luce a nada. Sabe a luz, a luz fría, sí, la manzana. ¡Qué amanecida fruta tan de mañana! ¡Qué anochecido sabes, tú, sinsabor! ¡cómo pica en la entraña tu picaflor! Sabe la muerte a tierra, la angustia a hiel. Este morir a gotas me sabe a miel. Ay, pero el agua, ay, si no sabe a nada.
[ Baile ]
Pobrecilla del agua, ay, que no tiene nada, ay, amor, que se ahoga, ay, en un vaso de agua.
VII En el rigor del vaso que la aclara, el agua toma forma -ciertamente. Trae una sed de siglos en los belfos, una sed fría, en punta, que ara cauces en el sueño moroso de la tierra, que perfora sus miembros florecidos, como una sangre cáustica, incendiándolos, ay, abriendo en ellos desapacibles úlceras de insomnio. Más amor que sed; más que amor, idolatría, dispersión de criatura estupefacta ante el fulgor que blande -germen del trueno olímpico- la forma en sus netos contornos fascinados. ¡Idolatría, sí, idolatría! Mas no le basta el ser un puro salmo, un ardoroso incienso de sonido; quiere, además, oírse. Ni le basta tener sólo reflejos -briznas de espuma para el ala de luz que en ella anida; quiere, además, un tálamo de sombra, un ojo, para mirar el ojo que la mira. En el lago, en la charca, en el estanque, en la entumida cuenca de la mano, se consuma este rito de eslabones, este enlace diabólico que encadena el amor a su pecado. En el nítido rostro sin facciones el agua, poseída, siente cuajar la máscara de espejos que el dibujo del vaso le procura. Ha encontrado, por fin, en su correr sonámbulo, una bella, puntual fisonomía. Ya puede estar de pie frente a las cosas. Ya es, ella también, aunque por arte de estas limpias metáforas cruzadas, un encendido vaso de figuras. El camino, la barda, los castaños, para durar el tiempo de una muerte gratuita y prematura, pero bella, ingresan por su impulso en el suplicio de la imagen propia y en medio del jardín, bajo las nubes, descarnada lección de poesía, instalan un infierno alucinante.
VIII Pero el vaso en sí mismo no se cumple. Imagen de una deserción nefasta ¿qué esconde en su rigor inhabitado, sino esta triste claridad a ciegas, sino esta tentaleante lucidez? Tenedlo ahí, sobre la mesa, inútil. Epigrama de espuma que se espiga ante un auditorio anestesiado, incisivo clamor que la sordera tenaz de los objetos amordaza, flor mineral que se abre para adentro hacia su propia luz, espejo ególatra que se absorbe a sí mismo contemplándose. Hay algo en él; no obstante, acaso un alma, el instinto augural de las arenas, una llaga tal vez que debe al fuego, en donde le atosiga su vacío. Desde este erial aspira a ser colmado. En el agua, en el viento, en el aceite, articula el guión de su deseo; se ablanda, se adelgaza; ya su sobrio dibujo se le nubla, ya, embozado en el giro de un reflejo, en un llanto de luces se liquida.
IX Mas la forma en sí misma no se cumple. Desde su insigne trono faraónico, magnánima, deífica, constelada de epítetos esdrújulos, rige con hosca mano de diamante. Está orgullosa de su orondo imperio. ¿En las augustas pituitarias de ónice no juega, acaso, el encendido aroma con que arde a sus pieles la poesía? ¡Ilusión, nada más, gentil narcótico que puebla de fantasmas los sentidos! Pues desde ahí donde el olor emite ¡oh turbio sol de pobre! el esmerado brillo que lo embosca, ay, desde ahí, presume la materia que apenas cuaja su dibujo estricto y ya es un jardín de huellas fósiles, estruendoso fanal, rojo timbre de alarma en los cruceros que gobierna la ruta hacia otras formas. La rosa edad que esmalta su epidermis -senil recién nacida- envejece por dentro a grandes siglos. Trajo puesta la proa a lo amarillo. El aire se coagula entre sus poros como un sudor profuso que se anticipa a destilar en ellos una esencia de rosas subterráneas. Los crudos garfios de su muerte suben, como musgo, por grietas inasibles, ay, la hostigan con tenues mordeduras y abren hueco por fin a aquel minuto -¡miradlo en la lenteja del reloj, neto, puntual, exacto, correrse un eslabón cada minuto!- cuando al soplo infantil de un parpadeo, la egregia masa de ademán ilustre podrá caer de golpe hecha cenizas.
X No obstante -¿por qué no?- también en ella tiene un rincón el sueño, árido paraíso sin manzana donde suele escaparse de su rostro, por el rostro marchito del espectro que engendra, aletargada, su costilla. El vaso de agua es el momento justo. En su audaz evasión se transfigura, tuerce la órbita de su destino y se arrastra en secreto hacia lo informe. La rapiña del tacto no se ceba -aquí, en el sueño inhóspito- sobre el templado nácar de su vientre, ni la flauta Don Juan que la requiebra musita su cachonda serenata. El sueño es cruel, ay, punza, roe, quema, sangra, duele. Tanto ignora infusiones como ungüentos. En los sordos martillos que la afligen, la forma da en el gozo de la llaga y el oscuro deleite del colapso. Temprana madre de esa muerte niña que nutre en sus escombros paulatinos, anhela que se hundan sus cimientos bajo sus plantas, ay, entorpecidas por una espesa lentitud de lodo; oye nacer el trueno del derrumbe; siente que su materia se derrama en un prurito de ácidas hormigas; que, ya sin peso, flota y en un claro silencio se deslíe. Por un aire de espejos inminentes ¡oh impalpables derrotas del lirio! cruza entonces, a velas desgarradas, la airosa teoría de una nube.
XI En la red de cristal que la estrangula, el agua toma forma, la bebe, sí, en el módulo del vaso, para que éste también se transfigure con el temblor del agua estrangulada que sigue allí, sin voz, marcando el pulso glacial de la corriente. Pero el vaso -a su vez- cede a la informe condición del agua a fin de que -a su vez- la forma misma, la forma en sí, que está en el duro vaso para que éste también se transfigure con el temblor del agua estrangulada que sigue allí, sin voz, marcando el pulso glacial de la corriente. Pero el vaso -a su vez- cede a la informe condición del agua a fin de que -a su vez- la forma misma, la forma en sí, que está en el duro vaso sosteniendo el rencor de su dureza y está en el agua de aguijada espuma como presagio cierto de reposo, se pueda sustraer al vaso de agua; un instante, no más, no más que el mínimo perpetuo instante del quebranto, cuando la forma en sí, la pura forma, se abandona al designio de su muerte y se deja arrastrar, nubes arriba, por ese atormentado remolino en que los seres todos se repliegan hacia el sopor primero, a construir el escenario de la nada. Las estrellas entonces ennegrecen. Han vuelto el dardo insomne a la noche perfecta de su aljaba.
XII Porque en el lento instante del quebranto, cuando los seres todos se repliegan hacia el sopor primero y en la pira arrogante de la forma se abrasan, consumidos por su muerte -¡ay, ojos, dedos, labios, etéreas llamas del atroz incendio!- el hombre ahoga con sus manos mismas, en un negro sabor de tierra amarga, los himnos claros y los roncos trenos con que cantaba la belleza, entre tambores de gangoso idioma y esbeltos címbalos que dan al aire sus golondrinas de latón agudo; ay, los trenos e himnos que loaban la rosa marinera que consuma el periplo del jardín con sus velas henchidas de fragancia; y el malsano crepúsculo de herrumbre, amapola del aire lacerado que se pincha en las púas de un gorjeo; y la febril estrella, lis de calosfrío, punto sobre las íes de la tinieblas; y el rojo cáliz del pezón macizo, sola flor de granado en la cima angustiosa del deseo, y la mandrágora del sueño amigo que crece en los escombros cotidianos -ay, todo el esplendor de la belleza y el bello amor que la concierta toda en un orbe de imanes arrobados.
XIII Porque el tambor rotundo y las ricas bengalas que los címbalos tremolan en la altura de los cantos, se anegan, ay, en un sabor de tierra amarga, cuando el hombre descubre en sus silencios que su hermoso lenguaje se le agosta, se le quema -confuso- en la garganta, exhausto de sentido; ay, su aéreo lenguaje de colores, que así se jacta del matiz estricto en el humo aterrado de sus sienas o en el sol de sus tibios bermellones; él, que discurre en la ansiedad del labio como una lenta rosa enamorada; él, que cincela sus celos de paloma y modula sus látigos feroces; que salta en sus caídas con un ruidoso síncope de espumas; que prolonga el insomnio de su brasa en las mustias cenizas del oído; que oscuramente repta e hinca enfurecido la palabra de hiel, la tuerta frase de ponzoña; él, que labra el amor del sacrificio en columnas de ritmos espirales, sí, todo él, lenguaje audaz del hombre, se le ahoga -confuso- en la garganta y de su gracia original no queda sino el horror de un pozo desecado que sostiene su mueca de agonía.
XIV Porque el hombre descubre en sus silencios que su hermoso lenguaje se le agosta en el minuto mismo del quebranto, cuando los peces todos que en cautelosas órbitas discurren como estrella de escamas, diminutas, por la entumida noche submarina, cuando los peces todos y el ulises salmón de los regresos y el delfín apolíneo, pez de dioses, deshacen su camino hacia las algas; cuando el tigre que huella la castidad del musgo con secretas pisadas de resorte y el bóreas de los ciervos presurosos y el cordero Luis XV, gemebundo, y el león babilónico que añora el alabastro de los frisos -¡flores de sangre, eternas, en el racimo inmemorial de las especies!- cuando todos inician el regreso a sus mudos letargos vegetales; cuando la aguda alondra se deslíe en el agua del alba, mientras las aves todas y el solitario búho que medita con su antifaz de fósforo en la sombra, la golondrina escritura hebrea y el pequeño gorrión, hambre en la nieve, mientras todas las aves se disipan en la noche enroscada del reptil; cuando todo -por fin- lo que anda o repta y todo lo que vuela o nada, todo, se encoge en un crujir de mariposas, regresa a sus orígenes y al origen fatal de sus orígenes, hasta que su eco mismo se reinstala en el primer silencio tenebroso.
XV Porque los bellos seres que transitan por el sopor añoso de la tierra - ¡trasgos de sangre, libres, en la pantalla de su sueño impuro! - todos se dan a un frenesí de muerte, ay, cuando el sauce acumula su llanto para urdir la sustancia de un delirio en que -¡tú! ¡yo! ¡nosotros!- de repente, a fuerza de atar nombres destemplados, ay, no le queda sino el tronco prieto, desnudo de oración ante su estrella; cuando con él, desnudos, se sonrojan el álamo temblón de encanecida barba y el eucalipto rumoroso, témpano de follaje y tornillo sin fin de la estatura que se pierde en las nubes, persiguiéndose; y también el cerezo y el durazno en su loca efusión de adolescentes y la angustia espantosa de la ceiba y todo cuanto nace de raíces, desde el heroico roble hasta la impúbera menta de boca helada; cuando las plantas de sumisas plantas retiran el ramaje presuntuoso, se esconden en sus ásperas raíces y en la acerba raíz de sus raíces y presas de un absurdo crecimiento se desarrollan hacia la semilla, hasta quedar inmóviles ¡oh cementerios de talladas rosas! en los duros jardines de las piedra.
XVI Porque desde el anciano roble heroico hasta la impúbera mente de boca helada, ay, todo cuanto nace de raíces establece sus tallos paralíticos en los duros jardines de la piedra, cuando el rubí de angélicos melindres y el diamante iracundo que fulmina a la luz con un reflejo, más el ario zafir de ojos azules y la geórgica esmeralda que se anega en el abril de su robusta clorofila, una a una, las piedras delirantes, con sus lindas hermanas cenicientas, turquesa, lapislázuli, alabastro, pero también el oro prisionero y la plata de lengua fidedigna, ingenuo ruiseñor de los metales que se ahoga en el agua de su canto; cuando las piedras finas y los metales exquisitos, todos, regresan a sus nidos subterráneos por las rutas candentes de la llama, ay, ciegos de su lustre, ay, ciegos de su ojo, que el ojo mismo, como un siniestro pájaro de humo, en su aterida combustión se arranca.
XVII Porque raro metal o piedra rara, así como la roca escueta, lisa, que figura castillos con sólo naipes de aridez y escarcha, y así la arena de arrugados pechos y el humus maternal de entraña tibia, ay, todo se consume con un mohino crepitar de gozo, cuando la forma en sí, la forma pura, se entrega a la delicia de su muerte y en su sed de agotarla a grandes luces apura en una llama el aceite ritual de los sentidos, que sin labios, sin dedos, sin retinas, sí, paso a paso, muerte a muerte, locos, se acogen a sus túmidas matrices, mientras unos a otros se devoran al animal, la planta a la planta, la piedra a la piedra, el fuego al fuego, el mar al mar, la nube a la nube, el sol hasta que todo este fecundo río de enamorado semen que conjuga, inaccesible al tedio, el suntuoso caudal de su apetito, no desembocan en sus entrañas mismas, en el acre silencio de sus fuentes, entre fulgor de soles emboscados, en donde nada es ni nada está, donde el sueño no duele, donde nada ni nadie, nunca, está muriendo y sola ya, sobre las grandes aguas, flota el Espíritu de Dios que gime con un llanto más llanto aún que el llanto, como si herido -¡ay, Él también!- por un cabello, por el ojo en almendra de esa muerte que emana de su boca, hubiese al fin ahogado su palabra sangrienta. ¡Aleluya, aleluya!
XVIII ¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo, es una espesa fatiga, un ansia de trasponer estas lindes enemigas, este morir incesante, tenaz, esta muerte viva, ¡oh Dios! que te está matando en tus hechuras estrictas, en las rosas y en las piedras, en las estrellas ariscas y en la carne que se gasta como una hoguera encendida, por el canto, por el sueño, por el color de la vista. ¡Tan, tan! ¿Quién es? Es el Diablo, ay, una ciega alegría, un hambre de consumir el aire que se respira, la boca, el ojo, la mano; estas pungentes cosquillas de disfrutarnos enteros en un solo golpe de risa, ay, esta muerte insultante, procaz, que nos asesina a distancia, desde el gusto que tomamos en morirla, por una taza de té, por una apenas caricia. ¡Tan, tan! ¿Quién es? Es el Diablo, es una muerte de hormigas incansables, que pululan ¡oh Dios! sobre tus astillas; que acaso te han muerto allá, siglos de edades arriba, sin advertirlo nosotros, migajas, borra, cenizas de ti, que sigues presente como una estrella mentida por su sola luz, por una luz sin estrella, vacía, que llega al mundo escondiendo su catástrofe infinita.
[ Baile ]
Desde mis ojos insomnes mi muerte me está acechando, me acecha, sí, me enamora con su ojo lánguido. ¡Anda, putilla del rubor helado, anda, vámonos al diablo!