Confuyo.
Yo nunca había hablado conmigo, ni había tenido intimidad ninguna con mi persona, ni el más mínimo asomo de solipsismo melancólico. No sentía piedad, ni autocompasión, ni me había visto, ni me saludaba, ni tan siquiera me tocaba porque yo no tenía nada que ver conmigo mismo, me ignoraba olímpicamente. ¿Cómo me pudieron acusar de aquel asesinato cometido durante la confusa luz de la vigilia, si yo no era yo?