Tenemos que hablar
-Tenemos que hablar. Eso dijo ella con pesadumbre. Algo aturdido, me senté en el sofá donde solíamos ignorarnos. Pero esta vez no encendimos la tele. Apenas recuerdo lo que finalmente hablamos (mi memoria tiende a suprimir las catástrofes).
El caso es que ahora vivo lejos de ella, en las afueras, entregado a una existencia gélida y crepuscular. Fantasmagórica, para ser exactos. Al principio, achaqué mis visiones nocturnas a la añoranza (no en vano, aquellas fugaces mujeres del pasillo parecían vestir como ella). Luego, a la vertiginosa desnutrición (únicamente me alimentaba de pan seco y agua corriente).
Por último, comprendí con pavor que los fantasmas no procedían de mi tristeza, sino del más allá. Lo supe por el modo en que me abrazaban. Eran almas en pena, dolientes criaturas sin tiempo, espectros quejumbrosos que paulatinamente invadían mi nueva casa en las afueras. Lo peor del asunto (y por eso estoy bajo la cama) es que ahora hay veinte o treinta reunidos en el salón, esperándome en absoluto silencio. Pude verlos hace un rato, justo antes de huir despavorido, cuando el señor del sombrero me cogió del brazo y me dijo con voz de ultratumba: –Tenemos que hablar.
No me entiendes.
No me entiendes en la medida que yo desearía que lo hicieses. No haces ningún esfuerzo por entenderme.
Sólo me miras, como si estuvieras pasmado.
No te das cuenta de que yo necesito la sensación de tener mi propia vida. No puedo ser un apéndice tuyo.
No puedo estar pendiente de ti las veinticuatro horas del día. No puedo ocuparme de los más mínimos detalles:
si comes, si no comes, si te duele esto o lo otro, si estás en la sala o en el dormitorio, si quieres salir a la calle, si quieres hacer el paseo habitual. Eres un impertinente, parece que coleccionas manías.
¿Por qué cuando salimos juntos vamos sólo y exclusivamente por las calles que te gustan, haciendo las paradas que tu quieres, como si yo no existiera?
Luego aceleras cuando ves a alguien que no quieres saludar y me llevas a rastras.
No tienes consideración.
No te preocupas por mí.
No tengo vida propia.
No puedo salir de viaje, sentirme libre, sin tener que pensar en ti. Pero tú no me entiendes.
Nunca me has entendido.
Yo creo que nunca has entendido nada.
Eres un ser egocéntrico.
Todo tiene que girar en torno a ti.
Deberías ser una persona y no un chucho asqueroso que me mira desde el fondo de esos ojos profundos llenos de sumisión e interesada gratitud.