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Olga Orozco.-En tu inmensa pupila-

"Espera, corazón mío: no es el semblante frío de la temida nieve ni el del sueño reciente..."

-Olga Orozco-

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Poeta argentina nacida Toay, La Pampa, en 1920. Su infancia transcurrió en Bahía Blanca hasta los dieciséis años, cuando se trasladó con sus padres a Buenos Aires donde inició su carrera literaria. Trabajó en el periodismo empleando varios seudónimos, dirigió algunas publicaciones literarias, hizo parte de la generación «Tercera Vanguardia» de marcada tendencia surrealista, y basó su producción poética en la influencia que en ella ejercieran Rimbaud, Nerval, Baudelaire, Milosz y Rilke.

Su obra ha sido traducida a varios idiomas y distinguida con los siguientes premios: «Primer Premio Municipal de Poesía», «Premio de Honor de la Fundación Argentina» 1971, «Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes», «Premio Esteban Echeverría», «Gran Premio de Honor» de la SADE, «Premio Nacional de Teatro a Pieza Inédita» en 1972, «Premio Nacional de Poesía» en 1988, «Láurea de Poesía de la Universidad de Turín», «Premio Gabriela Mistral» otorgado por la OEA, «Premio de Literatura Latinoamericana Juan Rulfo» 1998.

De su obra merecen destacarse las siguientes publicaciones: «Las muertes» en 1951, «Los juegos peligrosos» en 1962, «Cantos a Berenice» en 1977 y «Con esta boca, en este mundo» en 1994. Falleció en 1999.

En tu inmensa pupila

Me reconoces, noche, me palpas, me recuentas, no como avara sino como una falsa ciega, o como alguien que no sabe jamás quién es la náufraga y quién la endechadora. Me has escogido a tientas para estatua de tus alegorías, sólo por la costumbre de sumergirme hasta donde se acaba el mundo y perder la cabeza en cada nube y a cada paso el suelo debajo de los pies. ¿Y acaso no fui siempre tu hijastra preferida, esa que se adelanta sin vacilaciones hacia la trampa urdida por tu mano, la que muerde el veneno en la manzana o copia tu belleza del espejo traidor? Olvidaron atarme al mástil de la casa cuando tú pasabas para que no me fuera cada vez tras tu flauta encantada de ladrona de niños, y fue a expensas del día que confundí en tu bolsa la blancura y la nieve, los lobos y las sombras. Ahora es tarde para volver atrás y corregir las horas de acuerdo con el sol. Ahora me has marcado con tu alfabeto negro. Pertenezco a la tribu de los que se hospedan en radiantes tinieblas, de los que ven mejor con los ojos cerrados y se acuestan del lado del abismo y alzan vuelo y no vuelven cuando Tomás abre de par en par las puertas del evidente mediodía. Tú fundas tu Tebaida en lo invisible. Tú no concedes pruebas. Tú aconteces, secreta, innumerable, sin formular, como una contemplación vuelta hacia adentro, donde cada señal es el temblor de un pájaro perdido en un recinto inmenso y cada subida un salto en el vacío contra gradas y ausencias. Tú me vigilas desde todas partes, descorriendo telones, horadando los muros, atisbando entre fardos de penumbra; me encuentras y me miras con la mirada del cazador y del testigo, mientras descubro en medio de tus altas malezas el esplendor de una ciudad perdida, o busco en vano el rastro del porvenir en tus encrucijadas. Tú vas quién sabe adónde siguiendo las variaciones de la tentación inalcanzable, probándote los rostros extremos del horror, de la extrema belleza, la imposible distancia de los otros, el tacto del infierno, visiones que se agolpan hasta donde te alcanza la oscuridad que tengo, hasta donde comienzas a rodar muerte abajo con carruajes, con piedras y con perros. Pero yo no te pido lámparas exhumadas ni velos entreabiertos. No te reclamo una lección de luz, como no le reclamo al agua por la llama ni a la vigilia por el sueño. O habría de confiar menos en ti que en las duras, recelosas estrellas? ¡Hemos visto tantos misterios insolubles con sus blancos reflejos, aún a pleno sol! Basta con que me lleves de la mano como a través de un bosque, noche alfombrada, noche sigilosa, que aprenda yo lo que quieres decir, lo que susurra el viento, y pueda al fin leer hasta el fondo de mi pequeña noche en tu pupila inmensa.

Esa es tu pena...

Esa es tu pena. Tiene la forma de un cristal de nieve que no podría existir si no existieras y el perfume del viento que acarició el plumaje de los amaneceres que no vuelven. Colócala a la altura de tus ojos y mira cómo irradia con un fulgor azul de fondo de leyenda, o rojizo, como vitral de insomnio ensangrentado por el adiós de los amantes, o dorado, semejante a un letárgico brebaje que sorbieron los ángeles. Si observas al trasluz verás pasar el mundo rodando en una lágrima. Al respirar exhala la preciosa nostalgia que te envuelve, un vaho entretejido de perdón y lamentos que te convierte en reina del reverso del cielo. Cuando la soplas crece como si devorara la íntima sustancia de una llama y se retrae como ciertas flores si la roza cualquier sombra extranjera. No la dejes caer ni la sometas al hambre y al veneno; sólo conseguirías la multiplicación, un erial, la bastarda maleza en vez de olvido. Porque tu pena es única, indeleble y tiñe de imposible cuanto miras. No hallarás otra igual, aunque te internes bajo un sol cruel entre columnas rotas, aunque te asuma el mármol a las puertas de un nuevo paraíso prometido. No permitas entonces que a solas la disuelva la costumbre, no la gastes con nadie. Apriétala contra tu corazón igual que a una reliquia salvada del naufragio: sepúltala en tu pecho hasta el final, hasta la empuñadura.

-Natalia Ulloa-

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